09 abril, 2023


Miras hacia abajo y ves unas treinta teclas negras bajo tus dedos. Quizás más, pero te concentras en las que hay en el centro, bajo tus manos torpes que todavía no han encontrado bien el lugar en el que deben posarse. Si levantas la vista al frente te encuentras con una inmensidad blanca. El principio de todo. El inicio de un viaje que quieres controlar sin éxito porque ni siquiera sabes cuál es la ruta que vas a tomar.

El comienzo de cualquier texto es un salto al vacío que da vértigo y ahora lo estás experimentando en tus propias carnes. Es un silencio eterno que quieres romper como sea y por eso tus dedos comienzan a martillear las teclas con un cierto orden. O al menos, eso crees. Poco a poco, el repiqueteo toma velocidad dejándose llevar por las ideas que hay en tu mente. Miras a tu derecha donde un torpe esquema garabateado sobre un papel manchado con migas de galletas te indica el camino que debes tomar. Pero ahora no lo ves tan claro.

Dejas el teclado de letras negras y fijas la vista en esa hoja de ruta que ahora te parece más absurda que nunca. Vuelves a trazar una nueva, esta vez convencida de que es el camino correcto. Pero no hacen más que aparecer piedras en el camino. La más grande se llama bloqueo. Esa que te impide unir dos palabras seguidas y te arrastra por la pendiente casi convenciéndote de que total, para qué. Que de qué sirve escribir si nadie va a leerlo. Que de qué sirve crear textos si nunca van a ver la luz. Que quizás deberías ocupar el tiempo en otra cosa. Pero te resistes. Te rebelas a golpes, boqueando para coger impulso. Y decides que tiene que ser ahora. Que tienes que romperla. Que aunque vuelva más adelante, hoy no es el día en el que te pararás junto al camino.

Y comienzas a escribir. Sabes que será un largo viaje. Que conoces el comienzo y que tienes claro dónde acabarás. Pero no sabes si vas a llegar. Porque ahora sólo ves un minúsculo camino de pequeñas piedras que tienes que seguir. Adelante, siempre adelante.

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